Thursday, July 05, 2012

La alegría es una cosa seria


Josep Rovira, cmf 



Hace algunas semanas que hemos acabado el Tiempo Pascual con la gran Solemnidad de Pentecostés. Una de las notas características de los textos bíblicos neotestamentarios de este período ha sido la alegría. Más aún, Jesús deja, como resultado de su venida y de su victoria sobre la muerte, precisamente una gran alegría. Va a ser ésta una de las notas características de la vida del cristiano. Pero, ¿cómo es esa alegría?
En realidad, todo el Nuevo Testamento rezuma alegría. Basta recordar algunos textos. “Estad alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres...” (Fil 4, 4-5), escribe Pablo a sus queridos filipenses. La misma palabra “evangelio” (Mc 1, 1) significa “buena noticia”, “noticia alegre” (eu anguelion). Ya en el anuncio de la venida del Bautista a su padre Zacarías se le dice que: “... será para ti gozo y alegría y muchos se gozarán en su nacimiento” (Lc 1, 14). La vida de Jesús comienza con un: “¡Alégrate!”, dice el ángel a María (Lc 1, 28); y poco más tarde, en el encuentro con su prima Isabel, la joven nazarena exclamará: “Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador” (Lc 1, 47). Continúa con la “gran alegría” de los pastores de Belén (Lc 2, 10) y la “inmensa alegría” de los magos (Mt 2, 10). Años más tarde, durante la vida pública, el Maestro dirá a sus discípulos que, incluso en las persecuciones: “... alegraos y regocijaos” (Mt 5, 12). Y para dar a entender cómo es el Padre (e indirectamente cómo es Él mismo), hablará tres veces seguidas de la “alegría” del pastor que encuentra la oveja perdida, de la mujer que halla la moneda y del padre que puede abrazar de nuevo a sus dos hijos en un banquete improvisado (Lc 15). Y así hasta el “gran gozo” de las mujeres (Mt 28,2) y la “alegría” de los discípulos al ver al Señor resucitado (Jn 20, 20). Gozo y alegría que efectivamente sólo después de la pasión dirá dos veces Jesús durante la última cena, será “colmada” (Jn 15, 11; 17, 13). Finalmente, se intuye la gran alegría de Pedro cuando puede anunciar a los habitantes y curiosos de Jerusalén que no estaban: “... borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día (las nueve de la mañana), sino que es lo que habían dicho los profetas...” (Hech 2, 14ss), que Dios ha derramado su Espíritu y ha resucitado al Crucificado.
En conseceuncia, como dijo Cristo, en un texto que no está en el Evangelio: “Da más alegría dar que recibir” (Hech 20, 35). Y Pablo nos recordará que no basta dar (se puede dar también de mala gana, a regañadientes): “Dios ama a quien da con alegría” (2Cor 9, 7), “el que hace obras de misericordia, las lleve a cabo con alegría” (Rom 12, 8). Recordando que, Dios no pide mucho: pide solamente todo, todo lo que cada uno puede dar, por poco que sea. Por eso daba más la viuda que depositaba unos céntimos en la hucha del templo, que no los ricos que echaban de lo que les sobraba (Mc 12, 40-44). Es el mismo mensaje que hallamos en la parábola de las minas (Lc 19, 11-28) o de los talentos (Mt 25, 14-30). De lo contrario olvidamos aquello de que: “Nadie es tan pobre que no pueda dar nada, ni nadie es tan rico que no tenga necesidad de nada”. Cada uno es, al mismo tiempo, en diversa medida, necesidad y don, debilidad y fuerza, hambre y pan. Dijo con razón un poeta no cristiano: “Dormía y soñé que la vida era alegría; me desperté y ví que la vida era servicio; me puse a servir y ví que el servicio era alegría” (R. Tagore).    
“Nacemos para sufrir...”, se oye decir con frecuencia, o tal vez nosotros mismos lo hemos repetido muchas veces. Y desde luego que no faltan ocasiones en las que uno se siente tentado de repetirlo. Sin embargo, lo que nos dice la “buena noticia” que es el Evangelio es que aquellos sufrimientos no son ni la última palabra ni la más profunda. Por eso dirá Pablo, uno que experimentó persecuciones y dificultades de todo tipo: “Estoy convencido de que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rom 8, 18). Dicho con otras palabras, la nuestra no es una vida en pérdida, condenada a la derrota. ¡Al contrario! Dios nos tiene en sus manos, no nos hace inmunes al dolor y a la muerte, pero los vive con nosotros y en Cristo nos ha dado la prueba de cómo vivirlos y qué futuro nos espera. Como dijo un poeta, hablando del final de sus días: “Y llegaré, de noche, / con el gozoso espanto / de ver, / por fin, / que anduve, / día tras día, / sobre la misma palma de Tu mano” (Mons. Pedro Casaldáliga).
Una alegría que no significa superficialidad, ni no darse cuenta de los problemas; no significa sonreir a toda costa... Es algo más serio, más profundo, que va más allá de las apariencias externas, que nace de dentro; no es algo simplemente epidérmico facial. La razón profunda es que en Cristo muerto, sí, pero resucitado, Dios ha dicho su “sí” definitivo a nuestra vida (2Cor 1, 20). Y quienes hemos recibido la alegría del don de la fe nos atrevemos a decir con gratitud (porque no lo hemos merecido), con humildad (convencidos de nuestra fragilidad), pero también con decisión (porque esperamos en Él más que en nosotros): “Sabemos de quien nos hemos fiado” (2Tim 1, 12). 
Es interesante lo que dice un documento reciente de la Iglesia, a propósito de la vida comunitaria de los religiosos: “... La paz y el gozo de estar juntos siguen siendo uno de los signos del Reino de Dios. La alegría de vivir, aun en medio de las dificultades del camino humano y espiritual y de las tristezas cotidianas, forma ya parte del Reino. Esta alegría es fruto del Espíritu y abarca la sencillez de la existencia, el tejido banal de lo cotidiano. Una fraternidad sin alegría es una fraternidad que se apaga. Muy pronto sus miembros se verán tentados de buscar en otra parte lo que no pueden encontrar en su casa. Una fraternidad donde abunda la alegría es un verdadero don de lo Alto a los hermanos que saben pedirlo y que saben aceptarse y que se comprometen en la vida fraterna confiando en la acción del Espíritu (...). Este testimonio de alegría suscita un enorme atractivo hacia la vida religiosa, es una fuente de nuevas vocaciones y un apoyo para la perseverancia. Es muy importante cultivar esta alegría en la comunidad religiosa: el exceso de trabajo la puede apagar, el celo exagerado por algunas causas la puede hacer olvidar, el continuo questionarse sobre la propia identidad y sobre el propio futuro puede ensombracerla  (...).La alegría es un espléndido testimonio de la dimensión evangélica de una comunidad religiosa, meta de un camino no exento de tribulación, pero posible, porque está sostenido por la oración: «Alegres en la esperanza, fuertes en la tribulación, perseverantes en la oración» (Rm 12, 12)” (La vida fraterna en comunidad, n. 28).
El resultado de nuestra vida debería ser como dijo alguien: “Cuando naciste, lloraste, / y todos a tu alrededor sonreían... / Vive tu vida de tal manera que / cuando llegue la hora de tu muerte, / tú sonrías y los que te rodeen / lloren...”. Por eso: “Señor, Dios nuestro, / concédenos vivir siempre alegres en tu servicio, / porque en servirte a ti, creador de todo bien, / consiste el gozo pleno y verdadero” (oración del Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario).
Llegados a este punto, nada mejor que acabar con el himno a la alegría (“An die Freude”) de la novena sinfonía de Beethoven, cantada nada menos que por diez mil japoneses (¡!) a la vez:

Ciudad Redonda

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